Suena el violento sonido de la guitarra de Alex Turner. Retumba en los rincones más oscuros de mi cabeza y despierta ese deseo inconsciente de destruir. Poco a poco se empieza a escuchar ese bajo siniestro que desordena y emociona. La batería golpea como anunciando el final de algo que todavía no ha comenzado. Y sin mosquearse, Jamie Cook guitarrea de una manera exepcional, haciendo que hasta el mismo Papa grite y salte. Y si, los Arctic Monkeys generan eso, y mucho más (muchísimo más). Y le cantan a ese espeluznante espiritu adolescente del que hablaba Kurt Cobain (en realidad, el líder de Nirvana se refería a un desodorante, o tal vez, ese desodorante era una simple metáfora). El cigarrillo humea y pide a gritos una última pitada, mientras la cerveza aguarda impaciente a ser tomada. Un trago. Dos tragos. Una pitada, y un trago más. Y se termina la canción; y se termina el cigarrillo; y se termina la cerveza. Pero el relato sigue. No, mentira. Se termina (como todo).
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